miércoles, 4 de octubre de 2017

Prohibido enamorarse

Por Luis Córdova.
En un viaje de regreso a Santiago, la ciudad donde resido, conversé con una señora que se sentó a mi lado en el autobús. En esos años de primera juventud todos los temas, aun con extraños, giraban en torno al amor, los estudios o el empleo. Estaba a punto de concluir la universidad y parcialmente trabajaba en Santo Domingo. El costo de aclimatarme en la capital y mi recién concluida relación sentimental con Sandra, dulcemente tormentosa, fueron los temas mucho antes de iniciar la marcha de retorno.
¿Por qué me era tan fácil abrir mis sentimientos y compartir mis expectativas del futuro ejercicio profesional con alguien desconocido? Confieso todavía sorprenderme al recordar que traté asuntos personales de ese modo, una persona tan precaria para ese tipo de cosas como yo. Y la respuesta, aunque empecé a buscarla cuando nos despedimos en la estación, ya no me preocupa en lo absoluto.
La dama, supongo que por su edad, se permitía minimizar todos los problemas por más que me empeñara en exagerarlos. Aprovechando uno de mis silencios, me lanzó dos sentencias que jamás he olvidado: “en el amor, hazte de cuenta que compraste un carro que querías mucho, que deseabas mucho. Si terminan la relación, has de cuenta que el carro sufrió un choque. ¿Qué se hace cuando un carro uno lo choca?  Se cambia! Por mejor que se repara siempre estarán presentes los efectos del accidente y mientras pasa el tiempo es más difícil salir de ellos porque no se encuentran compradores… yo que he tenido muchos vehículos y muchos amores te recomiendo que lo vendas, que salgas de eso si eres tú y si ella ya no está en eso entonces créate la idea de que eres el carro y salieron de ti”.
Evidentemente no era el consejo que quería escuchar. En cuanto a lo profesional fue mucho más escueta: “si te presentan la oportunidad de venir a vivir a la ciudad (código acentuado del regionalismo capitalino que nos cae muy mal a los del “interior”), múdate sin pensarlo”.
Dos rudas y lapidarias frases que, palabras más, palabras menos, fijaron residencia en mi cabeza.
Descartando por razones familiares el consejo de un ejercicio profesional en la metrópolis, inquirí en el plano del sentimiento: “¿y si uno está enamorado?”.
Parecía esperar la pregunta. Al responder me clavó sus ojos, en ese momento descubrí que eran azules, porque parecía salir por encima de sus lentes, me dijo: “hijo, para tu generación, para los muchachos de ahora, está prohibido enamorarse, eso no se usa”.
Lo de formar parte de una generación nunca me ha preocupado, siempre he parecido mucho más edad de la que tengo y además los teóricos tampoco han podido delimitar el rango de tiempo de los miembros de la denominada “generación x”.
Me sorprendí, pero también asenté: había dado en la diana. Me importaban ahora los códices prohibidos del afecto. Desde entonces, he importantizado el tema en las conversaciones con amigos: las noticias de “separaciones” y divorcios en personas de menos de cuarenta o treinta y cinco años han terminado por desmotivar nuestras inquietudes.
El francés Claude Steiner, autor de la tesis “Economía de caricias”, pueda que nos ayude a comprender que el asunto va mucho más allá de dos; ese dos con el que pintaron los románticos toda la grafía sentimentalista. 
La caricia, comprendida en el más amplio de los sentidos, arma la vida misma, que no es otra cosa sino un intercambio de estímulos, como Steiner afirma: “nuestra manera de interpretar el mundo  y dar sentido a la vida, se moldea  no solo a base de conceptos económicos, laborales y sociales sino también de miradas, gestos, gritos, silencios, caricias, palabras”.
Quizás no sea necesaria una sesión con especialistas de la salud mental, cosa que siempre hace bien, pero podemos al menos detenernos y hurgar que en este tercer milenio en el que convergen las generaciones X, Y y la Z, donde las prioridades de padres e hijos van en sentido diametral y donde el amor, ese júbilo incesante al que esencialmente llaman locura, pasa a un segundo plano, para dar paso a lo pragmático, lo cómodo, lo conveniente de una pareja.
Entonces ese segundo “amor”, necesita de terapias, de amantes y de mentiras para dar paso al confort, renegar a la inevitable, aunque si postergable, ruptura. Las caricias van más allá de la piel, a esos espacios interiores donde definitivamente parece no estar llegando.
Investigaciones científicas demuestran que la ausencia de caricias impacta hasta el desarrollo del neonato y que una buena parte de las enfermedades psicológicas de Occidente, tienen como causa principal la ausencia de amor.
¿Qué es la oración sin el abrazo final del pastor? ¿Cuál es el sentido de un pésame sin sobrecogernos en brazos conocidos? ¿Qué cosa revela tomarse de la mano, sin mediar palabras, y caminar sin que nadie más importe? ¿Qué magia tiene el abrazo del maestro que corrige, del hermano que todo lo comprende, del padre que todo lo sabe y de la madre que todo lo perdona?
Cuáles otras cosas nos están uniendo en eso que no es familia, sino sociedad, en esa manía que nos impone el mundo moderno y virtual, de ir acompañando soledades y nada más. Justificar la conducta adecuada para asumir lo conveniente, bien nos hace ser sinceros antes de dar paso al amor, o algo parecido a eso que hoy tanto se le teme. La caricia sincera calma temores, lo sabemos. A muchos esa calma que proporciona saberse amado, y lo paradójico es que termina causando desasosiego.
Aún recuerdo los consejos de mi compañera de viaje, esa suerte de Paulo Cohelo del autobús, esa que pese a toda su sabiduría no conocía a Steiner. De ambos he conservado buenas lecciones. A pesar de estarme prohibido, y aunque no debería tener tanta fe, todavía creo en el amor.

Ilustración de Marina Vargas.
Tomado de Desafíos del corazón, disponibilidad: http://www.intramed.net/contenidover.asp?contenidoID=73488