Por Luis Córdova
Durante
gran parte del año el neologismo “covidianidad” se abrió paso de manera urgente
y pasó a protagonizar notas y conversaciones,
aludiendo a los cambios que en la vida cotidiana iba imponiendo la
pandemia del covid-19.
Ha
llegado diciembre y seguimos contando muertos. El liderazgo político global se
solaza en que las defunciones no han sobrepasado las estimaciones, un argumento
pueril pues esas proyecciones se hicieron cuando la incertidumbre era mayor que
el miedo.
Durante
los nueve meses que llevamos repitiendo medidas y alentándonos con fake news, la
pandemia en el país suma unos 2,333 muertes y 144,302 contagios confirmados.
Para los que llevan la positividad el panorama es otro, sin dudas menos
halagüeño. Una frecuencia que ha colocado de cabeza a quienes pretenden
desarrollar estadística por lo inconsistente del número de pruebas diarias.
El
problema de las estadísticas es la inconsistencia. No solo ahora y no solo por
la pandemia, a cualquier investigador se le hace muy difícil saber, por
ejemplo, de qué se enfermaba el pueblo dominicano en la década de 1930. Las
fórmulas, métricas y variables, no lograron el impacto en la construcción de un
discurso preventivo: el exceso y el miedo terminaron condenándolo todo en ese
sentido. Un debate vacío, pobremente científico, ocupa las conversaciones de
una franja de la población que se siente en el deber de opinar sobre todo y de
todos.
¿Puede
más el virus o la ignorancia? ¿Es más efectivo el distanciamiento o un toque de
queda cada vez “más flexible”?
Llega
diciembre y el eco incesante de las mismas canciones de hace casi 50 años, por
fin, ha dejado de sonar. Lo pavoroso es que tras esos esténtores ha venido un
silencio. Una navidad en duelo, en crisis y a pesar de la certeza de que “el
próximo año será mejor”, el virus nos impedirá chocar copas como antes.
Esta
navidad nos ha hecho extrañar lo que antes menospreciábamos: las canciones
tradicionales, los chistes familiares, el álbum que la abuela sacaba para
recordar un diciembre en específico, el tedio de "poner el arbolito"
o “armar el nacimiento”, de verificar si los bombillitos “están buenos”, de
probar por obligación el ponche que de alguna parte sacó una tía o de “coger la
cuerda” con el regalo recibido en un “angelito”.
Durante
este año se nos ha exigido mucho. Todos hemos tenido sacrificios. Quienes
dirigen deben bajar la intensidad en prohibiciones que no pasan de meras
intenciones. Deben entender que esa es una batalla perdida mucho antes de
formar pelotones.
El
que quiera hacer sus cenas familiares finalmente las va a hacer y no habrá
mecanismo, ni autoridad que lo impida (verbigracia los puertoplateños o los
urbanos), como ha ocurrido con las fiestas clandestinas, con los centros
cerveceros y un largo y peligroso etcétera.
Extrañamos
las filas en los supermercados, la queja de que el banco no dispuso de más
cajeros y los que están son lentos, los encuentros con gentes que creíamos
olvidadas y sin embargo un abrazo nos sobrecoge el corazón. Nunca pensé que lo
iba a decir pero he extrañado hasta los tarantines con su particular
instalación de manzanas y uvas colgando, expuestas sin pudor a toda la contaminación.
A los de la ciudad nos harán falta los vendedores de cerdo asado en las
esquinas y sus encarnizadas ofertas de todo tipo.
Quizás
todo esto nos obligue a fijarlos en las letras de otras canciones navideñas,
las de pospandemia. Aunque la convocatoria en Zoom nos espere y ponga a los de
aquí y allá en el mismo exilio.
¡Ha
llegado la covinavidad! Quizás sea muy temprano para este tema, pero parece que
el virus de la nostalgia nos asaltó antes.