Este es el cuento que da título al primer libro de Luis Córdova con el cual obtuvo el Premio Nacional de Cuento Jaime Colson, otorgado por la Sociedad Cultural Renovación y auspiciado por la Fundación Brugal en la convocatoria denominada Por Nuestro Pais Primero.
La pena es que nadie nos enseña a morir.
Siempre he creído que la muerte duele; estas cosas no las digo a todo el mundo,
sólo me permito estas divagaciones entre amigos, entre nosotros.
En verdad morir debe doler porque en el
momento último, en el instante definitivo, se pega un grito, se abren más los
ojos, en fin, el cine nos la ha vendido así. Ahora quisiera morir, ahora que
Julio se marchó, después del desastre del vino tinto en la alfombra y nuestras risas
y mi mujer que sale y es hora de despedirnos. Quiero morir en ese preciso
momento y no en ese que se le antoje al destino. No. Ese sería muy aburrido,
muy esperado. Y es que las cosas van saliendo así, como estas palabras, como
las lágrimas, como la soledad que besa la voz que Luis Eduardo Aute deja
escapar por la bocina del estéreo.
Y es que falta noche para tantas penas; faltan tantas
cosas después que la risa de Julio se aleja de mis vacíos; cuando se aleja y
siguen faltando cosas, tantas palabras que se anudan en mis ganas de no
escribirte, sino de hablarte.
Bueno, la vida es una lotería, una feria cruel que
nunca dejará de estirar la función como para no terminar... y es mejor no
ponerle término a la carta de despedida, y dejarla así, porque a fin de cuentas
todo lo mío es obvio... entonces lo nuestro, entonces los celos ridículos de mi
mujer, como si no lo supiera Julio, como si esto fuera un mal que con el olvido
tendría cura.
No es un mal ni nada. El gran mal de mi vida fue mi
madre. Nunca debí ceder a sus consejos. “Mira
que de pronto yo me muero y entonces tú sólo, me da tanta pena dejarte así, consíguete una buena muchacha, mira que
ya es tiempo”... ¡Qué sabía ella! Cuando pienso en esos momentos se me
antoja morir, porque extraño a mamá. ¿La quiero? Cómo no la voy a querer,
si esa ansia de dominarlo todo fue la
que me acostumbró al amor. No existen
distancias de sus gustos a las decisiones que tomé, sé que está feliz, se ríe
desde la foto del pasillo... no para de reír, triunfante me mira cuando paso...
y es que nunca quiso entenderme, por más que le explicaba ella repetía y
repetía que no. No, ella podría entenderme, no me entendió cuando la
telefoneaba desde Puerto Rico y ella que no, que estoy muy joven y “no sabes lo que dices”, que ese mundo
no es para mí, “mira si quieres agarro un
vuelo y voy a buscarte ahora mismo. Que tu padre es el culpable, no
mejor el abuelo ese viejo apoyador y degenerado” y comenzaba a llorar y el
tiempo de la llamada que se acaba y se acaban las vacaciones de verano y de
vuelta a Santo Domingo.
“Lo
ves no he cambiado nada, sólo que ahora sabes más de mí”, pero vuelve a gritar y entonces no soporto
más; esto es un infierno, le explico y le explico pero no quiere entender. Y mi
padre que me da un beso para decirme que la comprenda. Mi padre también tuvo
culpa. No debí hacerles caso, al menos Julio, me comprende. Las cosas no
deberían ser así, pero luego de pensarlo bien, ¿qué debería ser como es? Al
menos Julio es como debería ser Julio, un simple nombre que se niega aferrarse
a un poema; además un poema de mapas de vino en la alfombra, de esos personajes
lujuriosos que vacilan en su barba, no me conmueven a hacer poemas con esas
cosas.
Lo que sí puedo hacer es tirar todas mis
cartas al zafacón y luego echarles alcohol del botiquín, lanzarle un fósforo y
que todos los recuerdos se consuman en lindas llamas azules y rojas, como las
del laboratorio del colegio. Es que cuando estos momentos llegan, a estas
alturas de la noche, quisiera morir. Per no crean ustedes que son babas mías,
no, hace tiempo me lancé por unas escaleras, pero la muerte es traidora y
cuando una la desea se marcha, para darle paso a uno de sus hijos más pequeños:
el martirio. Por eso ahora me tambaleo al caminar, mi suerte es que no me queda
tan mal el tumbao. Pero mi segundo intento fue más en serio, y si no hubiese
cometido un descuido ninguno de ustedes leería este texto. No. Por favor no
crean que fue una cosa del otro mundo; cuando de suicidio se trata me gusta la
discreción, no hacer ruido. Sé que lo suponen. Sí, aunque parezca muy gastado:
me corté las venas.
Preferí hacerlo
un sábado, mi mujer viaja a los operativos médicos que realizan en los campos;
así que la casa estaba aún más sola que de costumbre, mi error fue prometerle
unos discos del Gato Barbieri a Paúl. Él me llamó, le dije que los podría
recoger cuando quisiera, sólo que no imaginé que sus deseos de escuchar al Gato
Barbieri coincidirían con mis ganas de morir. Mi segunda muerte la preferí más
dramática: llené la tina de agua tibia, me desnudé por completo... y por favor,
no me crean tan estúpido... no me fui a cortar las venas con una navajita suiza
o con alguna rasuradora. No. Lo hice como manda una muerte digna: con una
navaja de barbero que robé una vez en Ponce cuando era niño, y mi abuelo me
obligaba a usar gelatina para evitar el despeine. Entonces lo que tenía que
pasar, el agua abrazaba al rojo, pero el rojo estaba un poco reacio, como
muchachita vanidosa que pronto entregará la poca virginidad que le queda. El
rojo no queriendo pero dejándose, poco a poco, todo rojo, mi cuerpo también
rojo; roja mi risa y un sueño, el sueño que prometían las especulaciones, ese
sueño del adiós, del cierra los ojos y hasta luego.