Octavio Paz acaba de llegar a cien
años de su nacimiento. Digo que “acaba de llegar” porque la genialidad de su
obra lo hace, mas que cercano o imperecedero, necesario; en especial por la celeridad
que agota la sensibilidad humana.
Lo ideal hubiese sido el que esta
entrada se hubiese realizado en el mismo día de la efemérides, pero todo el que
conoce a quien suscribe sabe que esas certezas nunca han sido mi fuerte.
Volver a la poesía es el bálsamo
que nos salva de ser devorados por las precarias circunstancias de la
convivencia en la caótica realidad de este calendario cruel.
Soy un lector de Paz el ensayista,
pero de su poemario “Arbol adentro” (Seix Barral, 1986), presento este ars
poética que define, a mi juicio, gran parte de la pluralidad temática de este
vate latinoamericano, que me sorprendió al leer con esa ingenuidad develada de
la adolescencia en la cual, como casi toda mi generación, empezaba el juego
tonto de negarme a la inminente caza de la poesía.
Entre lo que veo y digo,
Entre lo que digo y callo,
Entre lo que callo y sueño,
Entre lo que sueño y olvido
La poesía.
Se desliza entre el sí y el no:
dice
lo que callo,
calla
lo que digo,
sueña
lo que olvido.
No es un decir:
es un hacer.
Es un hacer
que es un decir.
La poesía
se dice y se oye:
es real.
Y apenas digo
es real,
se disipa.
¿Así es más real?
Idea palpable,
palabra
impalpable:
la poesía
va y viene
entre lo que es
y lo que no es.
Teje reflejos
y los desteje.
La poesía
siembra ojos en las páginas
siembra palabras en los ojos.
Los ojos hablan
las palabras miran,
las miradas piensan.
Oír
los pensamientos,
ver
lo que decimos
tocar
el cuerpo
de la idea.
Los ojos
se cierran
Las palabras se abren.
