Por
Luis Córdova
¿Desde
cuándo dejamos de ser ese pueblo alegre que se reía hasta de sus penas? ¿Quién
nos robó la virtud de ver al otro como propio, como familia?
La
pandemia nos va revelando. Los efectos del encierro, la postergación del
confinamiento y la incertidumbre ante el contagio, han ido configurando un
amasijo de angustias que merece el estudio de los especialistas de la salud
mental.
No
hace falta tender cartas del futuro para advertir que cuando el mundo haya
superado el actual momento, tendremos en la violencia, manifestada en todas sus
formas, la amenaza permanente de una pandemia de estragos mayores por su
tratamiento y por carecer de toda posibilidad de encontrar vacuna clínica.
Las
estadísticas revelan que las circunstancias del confinamiento potencian los
factores de riesgo de violencia de género, individual y social; un drama que
crece ante las barreras que impone el distanciamiento que termina dejando en el
silencio la solicitud de ayuda o la denuncia.
Por
violencia, entendiéndola en su elemental concepto de uso de la fuerza para
conseguir un fin, vemos que vence el egoísmo a la solidaridad. Los divorcios,
aunque los tribunales y los abogados están en su peor momento, parecen la vía
más expedita hacia el “bienestar” de los que iniciaron en pareja la pandemia.
La
violencia económica ejercida por empresarios, la explotación de empleados en
condiciones de trabajo de riesgo se han extremado en estas circunstancias. Las
agresiones también en el plano económico hacia dentro de los hogares.
La
violencia que se expresa en el mundo del espectáculo, de arte urbano y popular,
que amén de su nivel de calidad, producen un contenido que expresa más que
nunca en lenguaje explicito la referencia sexual, la incitación a probarse en
todos los sentidos y la invitación abierta a la promiscuidad como trofeo social
especialmente en exponentes femeninas.
La
violencia del “más tener”. La violencia hasta en la producción y adquisición de
una vacuna contra el Covid, que nos salvará de la muerte física pero que
espiritualmente nos está matando.
Pero
también la violencia política. Los disturbios que en espiral se fueron saliendo
de control y desde los Estados Unidos han llegado al resto del mundo a manera
de cuestionamiento sobre la efectividad de la democracia misma, como sistema y
como meta.
Violencia
de miembros de la uniformada sobre ciudadanos. La descomunal desproporción de
fuerzas que en muchos casos provoca la indignación. Pero también la violencia
de ciudadanos que desafían a la autoridad, aun reconociendo que están en falta.
Violencia
de los que tienen alguna cuota de poder. Los jefes, los profesores, los padres,
los tutores… perseguidores de cualquier ingenuidad para satisfacerse como
bestias.
Y
también las ancestrales formas de violencia, las que preocuparon y ocuparon a
generaciones de pensadores desde antes de componerse el viejo tablero que
explicó Zbigniew Brzezinski.
Siempre
es bueno, en estos días en los que nos sacuden los titulares de la prensa,
volver al Papa Francisco: “hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad.
Pero hasta que se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad
y entre los distintos pueblos, será imposible erradicar la violencia. Se acusa
de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de
oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo
de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión.”
Roguemos
para ser salvados de la pandemia de la violencia.